El 20 de julio de 2011, luego de un tiempo triste y duro, falleció mi madre. Unos días después mis hermanos y yo recibimos una muy breve carta que decía:
“Queridos “Boli”, Pedro y Roberto: He dejado pasar algún tiempo. El tiempo, Juan, con su fluir callado, como dijo en verso Guillén a Marinello. A pesar de este, no hay melodía ni palabra que expliquen, calmen y reconforten en la pérdida de un ser querido, menos de una madre…”
Es verdad. Ni siquiera la máxima martiana: “…cuando se ha cumplido bien la obra de la vida…”, logra que nos conformemos porque la muerte sigue siendo la indeseable puerta de la despedida mayor.
No nos acostumbramos a las ausencias de quienes significan algo especial. Los extrañamos porque dejan de estar y hacer donde “estaban” y “hacían”, muchas veces junto a nosotros.
Será raro, pues, entrar a la Biblioteca Provincial de la ciudad, después de cualquier mediodía, y no poder saludar a José Díaz Roque, el amigo, el intelectual, el pastor, el cienfueguero, el ser humano: sencillamente Jose.
Y nos resultará difícil que así sea porque, como él mismo nos escribió: “…no hay melodía ni palabra que expliquen…”.
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