En Cuba, hace unos
años, la noticia de viajar era un secreto tan secreto como la edad de Rosita
Fornés o los horarios de salida y llegada del tren lechero.
Ya no. Ya el anuncio
de viajar casi parece una gracia,
y en cualquier momento hasta se hacen programas
de radio, o de televisión, donde se anuncien las próximas salidas de los
viajes. Por ejemplo:
“Chicho el de Pueblo Grifo anuncia su viaje a España el
próximo martes”. O
también: “Yumisismari y Marisisyusi
viajarán a tierras de sus respectivos futuros esposos el jueves en la tarde…”
Dicen los que saben
que viajar es bueno, es decir, que es saludable, amén de lo instructivo,
didáctico y entretenido que pueda resultar.
Hay quien tiene la
suerte de pregonar: Este fin de año me
voy a Cancún. Ese puede ser un artesano, o un barman, o uno de esos
muchachones que “trabajan” por ahí, por la zona del “Rápido”, en el bulevar…
También pudiera ser
alguien que diga: ¡Ah, cará, estas
vacaciones me coinciden con esa dichosa reunión en París! Esto, la mayoría
de las veces, lo dicen señores y señoras más conocidos como funcionarios.
Hasta aquí no hay
mucho de qué preocuparse. Al que Dios se lo dio, “Cubana de aviación” se lo
bendiga.
El problema es otro.
El problema es cuando alguien se te para enfrente y te dice: Me voy. Y te lo dice sabiendo que tú
sabes que la cosa es como un jonrón de noveno inning; que se va, y se va, y se
fue.
Porque a partir de
entonces ese alguien deja de estar en la cercana inmediatez cotidiana y se nos
convierte en una dirección de correo electrónico, en una existencia más allá
del mar, en un recuerdo, en una nostalgia.
La palabra viajar
debería seguir siendo el anuncio de algo bueno, es decir, saludable,
instructivo, didáctico y entretenido. Pero también debería ser no más el 50 %
de un todo donde no faltara, con o sin anuncios, la consecución práctica de la
palabra volver.
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